Llegué a Máncora el domingo 12 de julio a las 4.30 hs. Pensé erróneamente que, a pesar de llegar a esa hora, podría descansar en "la terminal" hasta que amaneciera, y luego salir a buscar alojamiento a la luz del día. No fue así, error de viajera novata. El bus nos bajó a todos en la ruta panamericana, y nos rodeó una jauría de mototaxistas hambrientos ofreciéndonos llevarnos a hospedajes distintos. Viendo que descansar en la calle de noche no era una buena opción, decidí confiar en uno de los mototaxistas, quien me dijo que lo más barato en habitaciones compartidas era 25 soles (venía pagando entre 10 y 15 en otros lugares); confié en su palabra y me llevó a un alojamiento en apariencia muy bello. Había hartas hamacas paraguayas y se sentía mucha paz. Era casi de madrugada y hacía calor, eso fue lo que más me llenó de dicha al llegar a Máncora. El dueño del hostel me cobró, luego de negociar un poco, tres noches a 20 soles cada noche. Yo no estaba nada feliz, no me gusta nada pagar por adelantado porque en verdad no sabía si iba a querer quedarme por tanto tiempo, aunque fuesen sólo 3 días. "Ya pues", pensé con mi nuevo acento peruanoide. Acepté porque era de noche, estaba sola y no sabía nada acerca de alojamientos en la zona (otro error). El lugar no estaba mal, ofrecían desayuno (infusion, tostadas con mantequilla, mermelada y huevos revueltos), la habitación era chica e incómoda, muy calurosa, pero eso no era tan grave ya que me pasaba todo el día afuera; la playa, me dijeron, estaba a media cuadra del hostel, y por suerte en eso no me mintieron.
Cómo explicarles mi primer contacto con el mar... Me recuerdo sacando de la mochila la malla, por primera vez, no porque mis otras bombachas estuvieran sucias, como me suele suceder, sino porque estaba vistiéndome para una cita. Me maquillé con protector solar (factor 50, para Mance y Pance que me leen inquietados), me puse un vestidito floreado por encima de la malla blanca con lunares verdes manzana, y salí emocionada al encuentro. Momentos de expectación al caminar para donde me habían señalado, era como un pasillito de arena desde el cual el mar no se dejaba ver aún, ya que estaba un poco más abajo. El día estaba delicioso, soleadísimo, y caminé, y caminé, y vislumbré el horizonte mezclado con el cielo, azul con azul, un inmenso azul que se agrandaba y se agrandaba hasta descubrir los movimientos juguetones del mar: olas, espuma, agua salpicando al agua por el sólo movimiento del agua gigante que no tardó en llegar a mis pies; corrí a buscarlo. Estaba en Máncora, Perú, estaba en el paraíso. El agua estaba apenas fría, ese primer instante de estremecimiento en el que me gusta gritar y luego la temperatura se vuelve la de tu cuerpo. No tardó en seducirme este mar, al rato de encontrármelo, corrí sin dudarlo a su contacto total. Sentí las olar pegar en mi cuerpo, el frío refrescante que calmaba el calor del sol, sumergirme, y ser sirena, canturrear como siempre la canción que canta Melody cuando se convierte en sirena en La Sirenita 2, de Disney, y sentir algo como lo que ella debió haber sentido cuando decidió hacer ese trato con la hechicera a cambio de vivir en el mar. Ser parte del mar, limpiar mi cuerpo con la sal, sentir como el agua salada entraba a mi boca a veces, flotar tan fácilmente que era casi como levitar. Frescura, amor, meditación, éxtasis al verme sola en esa masa inmensa de agua y agua y agua azul que se extendía por todo el horizonte, simplemente estando, ondeando, siendo puro movimiento. El mar y yo comenzamos una relación que aún continúa y espero nunca cese.


En el hostel había gente muy linda (tal vez lo diga muy seguido, pero les juro que no dejo de conocer gente que me enseña y maravilla); conocí a María Laura, una cordobesa con el acento más cordobés del mundo, que estaba trabajando aquí de camarera, juntando dinero para ver qué hacer. Había estado en Ecuador durante todo el tiempo que le permitieron, regresó a Perú a esperar el año que le corresponde para volver a Ecuador, tiene ganas de ir a Vilcabamba a iniciar un proyecto de cerámica (su oficio principal), su propio taller, vivir allí. A tal fin, está en Máncora esperando, y disfrutando su espera. Toca el ukelele, tiene uno más grande que el mio, no tardamos en congeniar y armar unas canciones y salir a cantar en los restaurantes de Máncora, con un resultado inicial impactante: en el primer restaurant cantamos la Canción del Jardinero, de María Elena Walsh, y la Zamba para Olvidar, versión cumbiecita, y nos dieron 10 dolares de colaboración entre otras cosas, y nos invitó a almorzar un señor que ya se iba; pagó nuestro menú y se fue; deliciosa colaboración. Comimos y seguimos cantando, como resultado final: mucho disfrute. Con ella charlamos un montón de muchas cosas, y entablamos una linda amistad.
Los primeros días conocí a un grupo grande de argentinos viajeros que se quedaban en un camping cercano a mi hostel. ¿Cómo conocer gente nueva? Simplemente hablar. El resto se hace solito. Cocinamos la cena entre todos, pasamos una puesta del sol en la playa enterrando por completo en arena a uno de los chicos, haciendo esas cosas que divierten tanto de viajar en grupo. Había un par de chicos de Caseros y Moron... Y nos encontramos en Máncora, curiosidades de la vida.
Los argentinos se fueron en seguida, averigüé sobre un mejor hostel llamado Donde Raúl, grande, verde y tranquilo, donde cobraban la mitad que el otro hostel. Me cambié a ese apenas se cumplieron los tres días que había pagado, y en este nuevo hostel es que conocí a Matias, de La Plata, geólogo, se tomó un par de semanas de vacaciones y se sorprendió al ver tanta gente viajando por lapsos tan largos de tiempo, y confundido por tener tantas ganas de hacerlo. Adicto al mate y muy buen pibe. Roger, de Bélgica, me ayudó a practicar mi francés, aprendió a hablar español haciendo una pasantía de no recuerdo qué en este momento en Córdoba, Argentina, y era gracioso escucharlo hablar con sus erres y vocales cerradas de su lengua natal, pero usando cantidad de jergas argentinas y cordobesas como si nada. También, un chico muy buena onda y muy dulce al hablar; con ellos dos pasamos algunos días, yendo al mar, saliendo a tomar unas cervezas (que aún no logro que me gusten, pero un jugo de maracuyá o un pisco sour me hacen feliz). Hasta que ambos se fueron: Matias tenía que volver a su "vida real", como él decía, y Roger quería conocer el caribe en menos de dos meses, así que siguió para el norte, a paso europeo.

Quedé en el cuarto gigante sólo con una irlandesa que llegaba hace poco con quien intenté tener un vínculo, pero ella no parecía tener interés en ello, así que sólo eran holas y chauses.
Un chico que había conocido en Lima, también argentino músico viajero, me comentó que "en Órganos está la papa", que se gana muy bien haciendo música en los restaurantes de allí. Así que decidí ir un día. Los Órganos es una playa que está a 15 minutos de bus. Y qué decirles, una imagen vale más que mil palabras.


Descansé bajo una sombrillita de paja, sintiéndome feliz, tan feliz, tan...
Y al rato se hizo la 1 del mediodía, hora perfecta para ir a llevar mi música a los restaurantes. Fui caminando por la playa hasta encontrar el primero, subí las escaleras, y pregunté.
Continuará...
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